Dibujó un bosque amarronado lleno de miles de vegetales y animales, tan frondoso que sabía que estaría bien oculta.
Dejó una pista al comienzo del camino y se escondió durante horas. Miguel no pudo encontrarla.
Cada árbol caído, cada malesa verdosa suponía un obstáculo impensado que solo tenía el fin de retrasarlo.
La buscó durante días y no la halló, el amor que él le tenía parecía no ayudarlo a superar el bosque.
Ella gritó varias veces pero su voz solo desconcertó aún más a Miguel, las palabras repicaban en la madera de los árboles y se desviaban. Él ya estaba perdido.
Miguel la buscó durante nueve meses, se alimentó de los vegetales e improvisó un hogar donde recurría por la noche luego de sus largas caminatas.
Ella ya no gritó y él la pensó muerta, hundido por la tristeza y depresión se sentó a esperar que ella respondiera a sus aullidos. Pero nadie respondió.
Treinta días más pasaron y Miguel ya lucía pálido, descuidado y con poca vida. Las hojas desteñidas de los árboles le hacían juego con los arapos que llevaba colgados.
La buscó por última vez y finalmente se rindió, dejó de comer, de reir observando a la naturaleza, de pensar en aquellas pequeñas cosas que lo hacían feliz, él dejó de vivir.
Faltaban tres minutos para las seis cuando Miguel ya tendido en el suelo y sin fuerzas esperaba que la muerte le alcanzara.
Los párpados cansados no lo dejaban ver hacia el cielo.
Cerró los ojos varias veces y en su último suspiro derrotador un gritó se oyó detrás de las malesas.
"Aún te espero" gritaba ella.